domingo, 15 de mayo de 2022

Libro LA ELECCION, Autor OG MANDINO

 

La Elección
OG MANDINO



Capitulo

1

El único calendario que necesito se encuentra justo fuera de mi ventana. Las hojas de arce, en esos árboles de mi colina, ahora se han vuelto descoloridas y quebradizas, consumidas sus lujuriantes tonalidades rojo y oro por las brutales heladas de la semana pasada.

¨Desempeña bien tu trabajo y después prepárate a partir cuando Dios decida llamarte¨, escribió Tyron Edwards, un gran hombre sabio del siglo XIX. Tanto sus palabras como la analogía de las hojas al completar su ciclo de vida pesan tristemente en mi mente mientras me encuentro sentado a solas, aquí en mi estudio, orando para que me llegue la fortaleza de enfrentarme a mi terrible secreto.

Dentro de noventa días espero estar muerto.

Escribo este relato tan velozmente como puedo porque, en verdad, no tengo la menor idea de cuánto tiempo, de cuánta vida me queda. ¿Llegaré al Día acción de Gracias? Quizá. ¿A Navidad? Lo dudo mucho.

Pero con toda certeza, la inevitable nieve que muy pronto cubrirá todas las hojas caídas también cobijará mi tumba antes de que hayan transcurrido muchos días del nuevo año.

¿Acaso alguna enfermedad maligna me ha causado grandes estragos? No. Hace apenas cuatro meses, después de mi examen médico anual, el doctor Scagno, me aseguró que todos los sistemas funcionaban yo he heredado uno de los organismos de cuarenta y dos años más sanos que había examinado en largo tiempo. ¿Planeo quitarme la vida? Dios no lo quiera.

Si alguna vez ha existido un hombre que tenga todas las razones para vivir, ese hombre soy yo.

Entonces, ¿por qué este terrible sentimiento de mi inminente muerte, esta incertidumbre de que he llegada al límite de mi vida (qué palabra tan adecuada), que ha desencadenado este precipitado relato que escribo a máquina? Después de todo, ¿Quién de entre nosotros tiene la menor garantía de que llegará a ver incluso la salida del sol el día de mañana? Tal vez para el momento en que termine de leer estas palabras lo comprenderá.

Y con optimismo, llegado el momento en que termine estas breves memorias, si es que logro terminarlas, yo también tendré una perspectiva mucho mejor de todo lo que me ha sucedido desde aquella memorable mañana, hace ya más de seis años, en que de pronto cambié la dirección de mi vida. La decisión fue mía y sólo mía, tiene que comprenderlo, e incluso ahora que mis días están contados, volvería a hacerlo todo de nuevo si la vida nos permitiera una nueva proyección.

Cada día todos hacemos cientos de elecciones, casi todas tan insignificantes y habituales que prácticamente son automáticas, como el respirar. Lo que tomamos a la hora del desayuno, la ropa que usamos, el camino que seguimos para ir al trabajo, las cuentas que pagamos o que hacemos a un lado, los programas de televisión que vemos, las funciones que desempeñamos en nuestro trabajo, la forma de saludar a amigos y enemigos, nada de eso permanece en nuestra memoria después de transcurrida una hora.

Pero hay otras elecciones que debemos hacer de vez en cuando, decisiones acerca de las cuales más podemos reflexionar desde cualquier edad, y recordarlas con amarga tristeza o triunfante alegría, dependiendo de la forma en que afectaron a los años siguientes. Esos trascendentales puntos cruciales de la vida muy rara vez se planean o se esperan. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando la inmensa mayoría de los seres humanos anda errante a todo lo largo de la senda de los años sin un punto de destino o una meta, sin contar ni siquiera con un mapa de caminos?

Porque hay tantos que ni siquiera saben en dónde se encuentran o hacia dónde van. Siempre están luchando para apenas sobrevivir, siempre al filo de la navaja del desastre, eternamente a la defensiva. Cuando uno se ve obligado a vivir de esta manera, las propias opciones son muy limitadas.

¡Pero eso no me sucedía a mí! No a Mark Christopher, el vicepresidente más joven de Treasury Insurance Company, responsable de ochenta y cuatro sucursales dispersas por toda Nueva Inglaterra y de la producción de ventas de más de setecientos vendedores de ambos sexos y de sus gerentes de ventas. No a Mark Christopher, quien también era catedrático auxiliar en la Northeastern University, en donde daba clases una noche a la semana, siempre que no viajaba, en la catedra del Arte de Vender.

Ciertamente, mi futuro era ilimitado. Si mi zona continuaba a la cabeza de la compañía en cuanto al volumen de ventas, como sucedió durante cuatro años consecutivos, era inevitable una promoción a la sede de la compañía, establecida en la ciudad de Chicago. Todavía recuerdo la entusiasta carta de alabanza que resibi de J. milton Hadley, fundador y todavía presidente de Treasury Insurance, después de que leyó el halagador artículo con un perfil de mi persona que apareció en The Boston Globe. En ese prolijo y adornado artículo donde el autor me bautizó con un sobrenombre con el que he vivido desde entonces... el Señor Éxito.

Siempre que pronunciaba un discurso en cualquiera de nuestras convenciones de ventas, acostumbraba citar algunos fragmentos de libros escritos por los más famosos escritores sobre el tema de autoayuda y por los exponentes del éxito. Y para Navidad, así como con motivo de los cumpleaños, todas y cada una de las personas de todas las sucursales que se encontraban bajo mi supervisión podían contar con que recibirían de mí un libro de inspiración o sobre el tema del éxito, que yo estaba seguro les ayudaría en su carrera... libros escritos por personas como Napoleon Hill, Franklin Bettger, Dorothea Brande, Maxwell Maltz, W. Clement Stone y Norman Vincent Peale. Señor Éxito, pensaba yo, era un sobrenombre apropiado para alguien que sabía exactamente cuáles eran sus metas y en donde encontrar las respuestas a cómo alcanzarlas.

No obstante, una mañana que jamás olvidaré, inicié una nueva vida. Fue un domingo, poco antes de que rayara el alba, igual a los otros cientos durante hacía muchos años. Desperté al primer sonido de la ruidosa alarma de mi reloj despertador y me apresuré a oprimir el botón antes de que despertara a Louise: silenciosamente me deslicé del lecho y caminé hasta la ventana.

La tormenta prometida por el noticiero de la noche anterior no se había materializado; las estrellas seguían brillando y una delgada luna menguante apenas empezaba a ocultarse fatigada detrás de los árboles. Sería un perfecto día de verano, Nueva Inglaterra en sus mejores momentos.

Me metí bajo la ducha, me afeité y me vestí con mi traje favorito para jugar al golf, la camisa Arnold Palmer con pantalón café claro que hacía juego y que costara noventa dólares en la tienda de profesionales, y que y de puntillas descendí las escaleras para dirigirme a la cocina.

Mientras se calentaba el agua para prepararme mi cafe instantáneo, me dirigí al garaje, oprimí el botón del abridor de puertas automático y, deslizándome con cuidado entre las bicicletas y dos automóviles, arrastré mis palos de golf hasta la entrada para coches. Por lo común, los guardaba en mi casillero en el club campestre, pero apenas el jueves había regresado de una asamblea de vendedores de seguros de vida que se celebró en las Bermudas, en donde me las arreglé para jugar un poco al golf en el campo vecino a nuestro hotel, el Southampton Princess. Ahora, cuando los amigos llegaran, yo ya estaría dispuesto; en el club, el momento de darle el primer golpe a la pelota era a las siete en punto, como lo había sido cada domingo durante años.

Bebé apresurado mi zumo de naranja con mis dos grajeas de vitaminas y me senté a tomar el café y una pasta. Disponía por lo menos de veinte minutos antes de escuchar la bocina de la camioneta que transportaba al resto del grupo de cuatro.

Mientras bebía a sorbos mi café, me quedé contemplando a una bandada de petirrojos que revoloteaban despreocupados alrededor del gran arce en uno de los rincones de nuestro patio. Ocasionalmente, ante alguna misteriosa señal, todos interrumpían su vuelo y se instalaban en la rama más baja del árbol, cada avecilla equidistante de la siguiente, respetando el territorio de su vecina, algo que nosotros los seres humanos nos hemos olvidado de hacer. Sin embargo, posadas en el albor o volando, sus ásperos gorjeos se combinaban.

Luego escuché algo más... el ruido de unos calzos en el pasillo de la planta alta. El reloj de la cocina señalaba las 6.15; ¿Quién estaba levantado pronto escuché el ruido de un segundo par de pies posible que ambos chicos hubiesen ido al baño al mismo tiempo? Sí, era posible.

Mi mente volvió al partido de golf que me espera. La semana anterior mi juego resultó terrible, pero el día de hoy sería diferente; estaba seguro de ello. Había corregido ese cambiante efecto negativo cuando practiqué en las Bermudas y ahora estaba preparado. Dejé que mi cuerpo se relajara y empecé a practicar el arte de visualizar aprendido de tantos maestros del éxito a través de la lectura de sus libros. La técnica es sencilla. Uno sólo se imagina que ya ha logrado algo o alcanzado una meta, cualquiera que ésta sea. Se aferra uno a ese pensamiento, lo visualiza como que ya es algo propio y entonces empiezan a suceder cosas sorprendentes. Ese simple proceso, a lo largo de los años, ha puesto a mi alcance objetivos más importantes que la corrección de un golpe de golf.

Todavía trabajaba mentalmente sobre mis tiros largos, con la espalda vuelta hacia el vestíbulo en donde desemboca la escalera que conduce a la planta alta, así que no los vi cuando se me acercaron por la espalda, pero sí escuché las voces de mis dos hijos, quienes a unísono exclamaron, ¡Papá, feliz día del padre: ¡Después sentí que me abrazaban como sólo pueden tratarnos dos pequeños de doce y seis años de edad y ambos me dieron un beso en la mejilla!

Todd, el más pequeño de mis hijos, sostenía de mano un sobre blanco en el cual había escrito, Para Papa, entregándomelo con todo el orgullo que por lo común reserva para una calificación de Sobresaliente en la escuela. Abrí el sobre y con sumo cuidado saqué la tarjeta, que decía: Para el mejor padre del mundo. Estaba firmada con los mismos amplios garabatos indisciplinados: Con amor, Todd.

Después mi hijo de doce años, obviamente sintiéndose demasiado crecido para tales arrebatos sentimentales, me entregó su sobre. Su tarjeta era exactamente igual a la de Todd: Para el mejor padre del mundo. Todd, antes de que su hermano mayor pudiera callarlo, declaró: Papá ¡las compramos con nuestro propio dinero!

Les di un abrazo y un beso a ambos, declarando que les agradecía que hubiesen recordado qué día era. Después de unos cuantos minutos de charla intrascendental, Todd bostezó y entonces les sugerí que podían volver a la cama, puesto que aún era muy temprano, pero ni siquiera quisieron considerarlo; habían planeado verme antes de mi salida al campo de golf y ahora que ya estaban levantados no pensaban volver a la cama. Poco después se encontraban instalados frente a la mesa, riendo y devorando abundantes porciones del último cereal enriquecido con vitaminas y obscenamente coloreado.

Mientras les miraba a ambos y escuchaba su conversación, me sentí invadido por una extraña sensación. Quizá no haya sido otra cosa que una ilusión creada por la temprana neblina matutina que se filtraba a través de la puerta de mampara, pero me pareció que Glenn, mi hijo de doce años, parecía crecer delante de mis propios ojos; o tal vez simplemente era la primera vez que lo miraba con detenimiento desde hacía no sé cuánto tiempo. Era bien parecido y, afortunadamente para él, cada vez se parecía más a su madre. Santo Dios, cómo había crecido; incluso había la sombra de un ligero vello sobre su labio superior; sus manos me cían inmensas y su voz empezaba a cambiar. Entre mis largas horas pasadas en la oficina y en la universidad además de mis fines de semana en el campo de polo no me había dado cuenta de su gradual transición del bebé, al que acostumbraba bañar todas las noches a jovencito que ahora se encontraba sentado frente a mí. De pronto me asaltó el horrible pensamiento de que en cinco años más se iría a la universidad y en más o m nos diez se habría alejado de mi vida

Volví mi atención a Todd, quien luchaba tratando de leer en voz alta lo que decía la gran caja de cereal. Ya cursaba el primer año de primaria. ¿No parecía que apenas ayer yo recorría de un lado a otro el pasillo afuera de la sala de partos hasta que escuché su primer grito? ¿A dónde se fueron esos seis años? Alzó la mirada del tazón de cereal y todo lo que pude ver fueron esos gran. des ojos castaños, herencia directa de su madre. Por vez primera observé lo rojizo que se había vuelto su cabello... casi del tono del cabello de su abuela, a quien nunca vio y jamás vería. Cómo habría amado y mimado mi madre a esos dos pequeños.

Todd me devolvió la mirada, frunciendo el entrecejo.

- ¿Qué sucede, papá, no te agradaron las tarjetas?

Le aseguré que eran magníficas, lo mejor que jamás había visto en el día del padre. Entonces escuché la bocina del automóvil; los amigos habían llegado. Me puse de pie y después de darles otro abrazo a ambos, me dirigí al garaje. Los chicos me siguieron y cuando llegué a la entrada para coches, Todd dijo: ¡Que juegues bien!, y Glenn grito: ¡Espero que ganes!

Les dirigí un ademán con la mano y caminé hacia el vehículo, que esperaba. Bob saltó del lado del conductor para abrir la puerta posterior de la camioneta a que yo depositara en el interior mis palos de Te dije buenos días y otras cuantas palabras. frunció el entrecejo, sacudió molesto la cabeza vio a subirse a la camioneta, cerrando de golpe la puerta. Echó a andar el motor y salió a toda prisa.

Me quedé allí parado, con mi camisa Arnold Palmer y el pantalón haciendo juego, comprendiendo apenas lo que acababa de hacer. Mirándome desde el garaje y tan sorprendidos como yo mismo, estaban mis dos

hijos vestidos con sus pijamas.
siempre?

Finalmente, Todd llegó corriendo por la vereda de la entrada para automóviles y de un salto se echó en mis brazos. Hundí mi rostro en su pecho hasta que me echó la cabeza hacia atrás y me preguntó.

-Papá, ¿por qué estas llorando? ¿Qué podía decirle?

¿Cómo podía explicarle que mis lágrimas se debían a todas esas horas, días y años pasados en los proyectos y juntas de ventas y en los campos de golf, los cuales todavía seguirían allí mucho tiempo después de que mis dos pequeños hijos se convirtieran en hombres adultos y me abandonaran para

 




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