domingo, 19 de junio de 2022

La Elección, Og Mandino. Capitulo #3

 Og Mandino

La Elección

Capitulo #03


 


Después de esa dolorosa despedida en la biblioteca del señor Hadley, Louise y yo le dimos otro giro importante al curso de nuestra vida, un cambio que sin lugar a dudas convenció incluso a nuestros amigos más íntimos y familiares de que ninguno de los dos tenía buenas cartas en la mano.

¡Compramos un faro!

Una mañana, Louise y yo bebíamos nuestra segunda taza de café, después de que Todd y Glenn ya se habían ido a la escuela, cuando sonó el teléfono. Estaba al habla Bob Boynton, gerente de la sucursal de Treasuty Insurance Company en Keene, New Hampshire. Bob y yo llegamos a ser muy buenos amigos durante el curso de los últimos cinco años, aun cuando él me llevaba por lo menos veinte años, tanto por su edad como por su experiencia en ventas. Lo que más me agradaba de Bob era que, a pesar de mi relativa juventud, nunca escuché un acento de condescendencia cuando me llamaba jefe. Siempre guiaba su barco con mano firme y los incrementos en sus ventas, un año tras otro, mantenían sin cejar a su territorio casi a la cabeza de nuestra zona.

Mark, te aseguro que te extraño, pronunció la áspera voz.

-Yo también te extraño, Bob. ¿Cómo van cosas?

-Sencillamente fantásticas. Según parece, hasta ahora hemos tenido otro año récord.

-No podría esperarse otra cosa de ti.

-Mark, ¿todavía seguís Louise y tú en busca de una casa?

- ¡Por supuesto que así es! Puedes nombrarme cualquier ciudad o población de la parte norte de Nueva Inglaterra y puedo garantizarte que la hemos visitado durante los últimos tres meses. Apuesto que hemos recorrido cuando menos dieciséis mil kilómetros, pero todavía no hemos encontrado lo que queremos y a un precio que podamos permitirnos. Ya conoces a Louise; insiste en que cuando veamos el sitio que nos está destinado, lo sabremos.

- ¿Ya vendiste tu casa?

-No solamente ya la vendimos, sino que ya se firmaron todos los documentos. Por fortuna para nosotros, el comprador es un ejecutivo de IBM a quien transfirieron de Dallas, pero no se mudará hasta el primero de febrero; eso nos deja sólo tres meses de respiro antes de que tengamos que marcharnos. Hasta entonces le pagaremos el alquiler, pero ya empezamos a acercarnos al momento de pánico.

-Pues bien, ya puedes relajarte, mi viejo amigo, porque te he encontrado tu próximo hogar. Se encuentra a unos veinticuatro kilómetros de aquí, entre las poblaciones de Jaffrey y Jaffrey Center. Cuando Louise veáis la propiedad, ambos sabréis que vuestra b al fin ha llegado a su término.

- ¿A qué te dedicas ahora, a ganarte algún adicional vendiendo bienes raíces?, replique can sarcasmo.

            ¡Debes estar bromeando! ¿A qué hora?

¿De la anoche al amanecer? ¿Estas familiarizado con el nombre de Joshua Croydon?

He escuchado el nombre, Bob, pero no puedo ubicarlo.

Pues bien, Mark, Joshua Croydon fue un brillante naturalista, y sus libros para niños, que hablan de las Maravillas de la naturaleza, son magníficos.

-Por supuesto; creo que Todd tiene algunos. Pero, qué tiene que ver Joshua Croydon con...

-Joshua Croydon falleció hace seis semanas; tenía setenta y nueve años de edad. También era uno de los asegurados con Treasury Insurance y el día de ayer fui a su casa cerca de Jaffrey, con objeto de ayudar a su viuda a llenar las solicitudes de reclamación por fallecimiento. Su casa se encuentra en lo alto de una elevada colina, a poco menos de medio kilómetro de la carretera 124. Incluye una hectárea y cuarto de tierras, parte de ellas siempre cultivadas por el señor Croydon como jardín y huerto. Cultivaba tanto legumbres como flores, así como un pequeño prado. El resto de la colina está cubierto de arces y elevados pinos. La casa tiene por lo menos setenta años y fue construida por un viejo capitán ballenero que antaño se hacía a la mar en Bath, Maine. Tiene siete habitaciones y cuatro chimeneas. Maderaje y paneles interiores originales. Hace seis años los Croydon la aislaron completamente. El exterior es de chapa de chilla y el techo es de vigas; también hay un granero muy amplio que los Croydon usaban como garaje. La señora Croydon me comentó que pondría la casa en venta; es demasiado grande para que ella sola maneje a su edad. Le manifesté que creía que le entraría un cliente y me prometió que pospondrá su llamada al agente de bienes raíces hasta que yo me comunique con ella. La naturaleza y el hombre.

            - ¿Cuánto pide por ella? ¿Te lo dijo?

- Noventa y cinco mil dólares y vale cada centavo de esa suma, incluso en este mercado en eso no es todo; he dejado lo mejor para el final.

-Como lo haría cualquier buen vendedor.

-¡No, no! Espera hasta que me hayas escuchado. Mark, ¿hablabas en serio cuando anunciaste. esa fiesta de despedida que te ofrecimos en el s que pensabas dedicarte a escribir?

-Absolutamente en serio.

-Pues bien, escucha esto. ¡En la propiedad de Croydon, a unos veintiocho metros de distancia de la casa, se yergue un faro!

¿Un qué?

-Un faro, tal vez de unos doce o quince metros de altura.

-Bob, el Océano Atlántico se encuentra por lo menos a unos noventa y siete kilómetros al este de Jaffrey. En nombre de Dios, ¿quieres decirme qué hace un faro en la parte suroeste de New Hampshire? -No me lo explico. La señora Croydon me contó que es constructor original, ese viejo lobo de mar, aparentemente quería erigir una especie de monumento å sus días de gloria durante la época de aquellas viejas goletas, de manera que cuando se retiró, se construyó un faro. Pero Mark, todavía hay más. Cuando los Croydon se mudaron, el señor Croydon no escatimo en gastos para convertir el viejo faro en su estudio para escribir. ¡Deberías verlo! El. interior, desde el suelo hasta lo más alto de la torre, está completamente, recubierto de madera de pino nudosa y en el centro hay una escalera de caracol de hierro forjado. ¡Y en los muros hay estantes para libros con un fácil acceso desde la escalera, en número suficiente para darles cabida a todos esos libros tuyos!

            -Eso me suena demasiado bien para ser...

Permíteme terminar mi propaganda de ventas. va te mencioné que ese lugar se encuentra en lo alto va colina; pues bien, cuando asciendes esas escaleras interiores hasta lo alto del faro, te encuentras en la habitación circular recubierta de Thermopane, canapés y una mesa, en vez de linternas y faros de gran ciencia para guiar los buques extraviados. De pie allí en tu propio paraíso en miniatura, dominas la perspectiva del monte Monadnock, a sólo diez kilómetros de distancia, que te dejará sin habla y está tan alto que en un día claro puedes admirar algunos de los picos más elevados de Massachusetts y Vermont. El faro cuenta incluso con su propia chimenea y con una caldera de petróleo; puedes escribir allí durante todo el invierno, como acostumbraba hacerlo el señor Croydon. Mark, cuando respires ese aire puro y el aroma de los pinos y experimentes esa silenciosa tranquilidad a tu alrededor ¡te garantizo que te meterás la mano en el bolsillo para sacar el talonario de cheques! Debes echarle una mirada a esa joya, es algo que te debes a ti mismo, y que les debes a Louise y a los pequeños.

Por supuesto que los cuatro fuimos a echarle un vistazo y fue un caso de amor a primera vista. Cambiamos nuestros dos automóviles por un jeep con tracción en las cuatro ruedas y llegamos a nuestro hogar a principios del mes de enero, acompañados de dos camiones de mudanzas, uno de ellos lleno con más de cien cajas con mis libros. Frente a la casa se encontraba una camioneta estacionada y al dar vuelta al pequeño camino circular pude ver a la señora Croydon y a otra mujer que descendían del vehículo. Nos presentó a su hija, que había venido a ayudarla a recoger sus últimas pertenencias y que conduciría a la anciana dama a su nuevo hogar, un pequeño apartamento cerca de donde vivía su otra hija, en Nashua.

La señora Croydon me pareció mucho más pequeña que la última vez que nos vimos y su voz se quebraba frecuentemente mientras charlábamos. Sonrió con añoranza y declaró:

- Pensamos que deberíamos esperar un poco, que usted me informó que llegarían probablemente antes del mediodía. De todas formas, no me pareció correcto dejar las llaves en el buzón; es mejor que personalmente se las entregue, señor Christopher, ý que les desee a usted, a su esposa y a sus hermosos hijos tanta felicidad como la que disfrutamos Joshua y yo durante más de treinta años.

Sus manos temblaban al depositar las llaves en las mías. Después dio la vuelta y se quedó mirando hacia 12 puerta del frente, mientras sus débiles hombros se encorvaban visiblemente; movió la cabeza.

-Este último año Joshua ya no estuvo aquí para colgar la guirnalda de Navidad en esa puerta. No lo sé simplemente no lo sé. ¿Cómo le dice un adiós a la cuna de miles de momentos felices?

Se volvió y abrazó a Louise, quien luchaba por contener las lágrimas.

-Señora Christopher, por favor escuche a una anciana. Los años transcurren veloces. Disfruten de su mutua compañía, disfruten de cada día y aprendan a agradecer las mercedes divinas; nunca las den por sentadas, y por favor, cuiden bien de nuestro hogar.

-Así lo haremos, señora Croydon, sollozó Louise, se lo prometemos.

La anciana dama alzó la vista hacia un manto de oscuros nubarrones que en ese momento pareciera apenas a unos cuantos metros sobre lo alto de la colina.

-Creo que ha llegado el momento de partir; empiezo a oler la nieve. ¡Oh, oh, casi me olvidaba, señor Christopher ! Venga conmigo por favor, esto no nos llevará mucho tiempo.

Me tomó de la mano y me guio en dirección al granero al cruzar las puertas abiertas y adentrarnos en la oscuridad con olor a humedad, señaló hacia un rincón.

Allí encontrará una compresora para la nieve, e le vendrá muy bien por estos lugares; hace apenas In inviernos que la compramos y es suya. Además, también hay el problema de despejar la nieve de la larga senda que conduce a la casa desde la carretera 124. Le recomiendo que para eso llame a un caballero de Jaffrey, cuyo nombre es Bill Lang; su número está en la guía telefónica. Es amable y honrado y puede hacer los arreglos necesarios con él siempre que necesite abrir el camino, y créame que será necesario.

Le di las gracias y una vez más me estrechó la mano. -Ahora, vayamos al faro un momento.

La puerta del faro no tenía echada la llave; le dio vuelta a la manija y me precedió al interior. El eco de nuestros pasos resonaba contra los muros recubiertos de pino, cuyos estantes ya no guardaban la colección del señor Croydon. Ya habían retirado de la planta baja el resto del mobiliario y las lámparas, con excepción de un amplio escritorio de pino sobre el cual había una máquina de escribir Underwood, de aspecto bastante antiguo.

La débil vocecilla de la señora Croydon repercutió por todo el faro.

-Según tengo entendido, señor Christopher, usted es escritor.

-Espero llegar a serlo.

-Es una profesión de lo más difícil y solitaria y, no obstante, estoy segura de que mi esposo pasó sus horas más felices en este lugar, sentado frente a ese escritorio, rodeado de sus libros y esforzándose por encontrar las palabras más adecuadas para describir sus pequeños lectores sus creencias en lo referente verdadera relación entre Dios, la

Se inclinó sobre la máquina de escribir y sus dedos acariciaron las desgastadas teclas.

-A una hora avanzada de la noche -suspirón siempre que Joshua trabajaba en un libro, yo acostumbraba traerle aquí una jarra de té caliente antes de retirarme a dormir. Se interrumpía en la concentración de su labor apenas el tiempo suficiente para darme las gracias y un beso de buenas noches, y al salir por esa puerta siempre pronunciaba las mismas palabras: Rómpete una pierna!. Fui actriz hace muchos años, señor Christopher, y ésa era la extraña manera en que los actores acostumbraban desearse buena suerte.

-Sí, lo sé —respondí con un gesto de asentimiento—. Y dígame, señora Croydon, ¿Qué significan todas esas monedas de un centavo pegadas a un costado de la máquina de escribir?

-Ah, sí —y su rostro se iluminó- Cada vez que Joshua terminaba un libro, pegaba una moneda de un centavo en la máquina; deben sumar catorce. Decía que eran sus muescas de cobre y que cada una de ellas significaba otra pequeña victoria en su lucha contra la intolerancia y la ignorancia.

-Estoy seguro de que habríamos simpatizado. Y dígame, ¿piensa enviar a alguien a recoger su escritorio y su máquina de escribir?

- ¡Oh, no! Su lugar está aquí. Son parte de este refugio de paz, como lo es la torre de cristales allá arriba. Le suplico que me permita obsequiarle ambas cosas y espero que se vea bendecido con la misma labor productiva e idéntica satisfacción interna como las que disfrutó Joshua.

Siguiendo un impulso abrí los brazos y la anciana dama se refugió en ellos; podía sentir el temblor de su frágil cuerpo. Por último, alzó la mirada hasta mi rostro y mordiéndose el labio inferior, musitó:

         ¡Rómpase una pierna, señor Christopher!






viernes, 10 de junio de 2022

La Elección, Og Mandino. Capitulo 2

 

La Elección 

         Og Mandino   

Capitulo

 #02

A la mañana siguiente dicté mi carta de renuncia, con treinta días de antelación, dirigida a J. Milton Hadley. Cuatro días después, tal y como me lo esperaba, contesté el teléfono de mi oficina y escuché una voz conocida.

-Mark, ¿Qué es lo que está sucediendo?

-Hola, Martha, ¿Cómo está la secretaria ejecutiva más eficiente de todo el país?

-No importa cómo esté yo. ¿Qué es lo que pasa contigo?

-Nada, me siento fantásticamente. Me parece que acabo de quitarme de los hombros el peso de todo el mundo, y hasta que lo descargué, nunca me di cuenta de lo pesado que era.

El señor Hadley leyó tu carta. - ¿Y...?

-Quisiera reunirse contigo, allá en su mansión, tan pronto como sea posible.

-Así lo pensé, pero eso no servirá de nada. Estoy decidido.

-Mark, no tienes que convencerme. Te conozco mejor que él. Desde hace poco más de cinco años he estado tratando de convencerte de que cambies de opinión acerca de algunos otros asuntos. ¡Santo Dios! inconmovible, indomable e incorruptible señor Chris Topher! Pero aun así él quiere verte... por supuesto cuando te sea más conveniente.

-Por supuesto. ¿En dónde se encuentra?

-En Los Ángeles, para pronunciar un discurso ante la Asociación Norteamericana de Banqueros, pero estará de regreso bastante tarde esta misma noche.

- ¿Cómo está su horario para mañana?

-Muy ocupado, como siempre; pero no hay nada que no pueda cancelarse.

De acuerdo, estaré allí alrededor del mediodía Mi secretaria te llamará para avisarte la hora de mi llegada tan pronto como confirme mi reservación en la línea aérea.

-El coche te estará esperando en el aeropuerto O'Hare.

-Bien. - ¿Mark? - ¿Sí, Martha? - ¿Eres un maldito tonto? y la línea se cortó.

La amplia biblioteca de J. Milton Hadley, recubierta de madera de teca, abarcaba un ala completa de su posesión de veintiocho habitaciones, ubicada en lo alto de una pequeña elevación con vista hacia el lago Michigan. Para todos era un misterio por qué razón llamaba a esa habitación su biblioteca, puesto que en ella no existía un solo libro a la vista; con excepción de una inmensa biblia con forro de piel que se suponía perteneció a George Washington. El señor Hadley no era un lector, según explicaba a todos aquellos a quienes consideraba suficientemente importantes para permitirles el acceso a su santuario, él era un hacedor.

El hombre en persona estaba sentado detrás de su lio escritorio de estilo oriental, tallado a mano, directamente debajo de un óleo de tamaño natural de Dwight Eisenhower, ataviado con su uniforme de general. Se decía que el señor Hadley fue el principal contriyente de las campañas de Ike en las dos ocasiones en que con éxito se presentó como candidato a la presidencia, y que en agradecimiento a esos favores se le ofreció la embajada en Italia, a lo que él se rehusó declarando que no le agradaban las pastas ni la ópera y que después de transcurridos tres meses se habría aburrido a morir en Roma.

Sentado a la izquierda del escritorio del señor Hadley se encontraba Morris Rosen, vicepresidente y consejero general de Treasury Insurance Company, con un aspecto tan agobiado como siempre, y a su derecha estaba Wilbur Gladstone, vicepresidente y director financiero. Después de que estreché la mano de todos, el señor Hadley me señaló con un ademán el sillón vacío frente a él y a los demás... convirtiéndome así en un perfecto blanco para el fuego cruzado de los tres.

El viejo no gustaba de la charla trivial. Echándose hacia adelante, se ajustó los anteojos de arillos de oro y se aclaró la garganta.

-Mark, eres una de las personas más útiles de nuestra compañía. Siempre he dicho que nuestra riqueza y nuestra fuerza están no en nuestras inversiones, sino en la gente como tú, héroes en la línea de fuego un día tras otro. En los doce años que has estado con nosotros, has hecho milagros y todavía eres hombre muy joven. ¡Asombroso! Me siento muy orgulloso de ti. El año pasado, tu zona produjo casi mil millones de dólares de nuevas coberturas de seguros, y la rotación de los vendedores que se encuentran bajo tu supervisión probablemente es la más baja de toda la industria. Fuiste Hecho para este negocio, y simplemente odio quieres echar a un lado todos esos años de arduo trabajo y dedicación.

registró impaciente entre un pequeño montón papeles que estaba sobre su escritorio y, finalmente encontró mi carta de renuncia, haciéndola ondear como si fuese un abanico.

-Tu carta no menciona ninguna razón por la quieras abandonar la compañía. Creo que, por lo nos, me debes una explicación. ¿Te importaría comentarnos, aquí en privado, qué fue lo que originó esta de cisión tan repentina, suponiendo que se trate de una decisión repentina?

Durante el vuelo desde Boston, traté de anticipar todas las preguntas que podrían hacerme, anotando mis respuestas en un cuaderno de notas, cambiándolas, puliéndolas, volviéndolas a frasear hasta que me dejaron satisfecho. Pero ahora era diferente, sentado delante de ese genio de hombre por quien yo sentía tanto respeto, un hombre que desarrolló en menos de cincuenta años una compañía valuada en dos mil millones de dólares y cuyos logros llenaban dos columnas de Who's Who in América (Quién es quién en Estados Unidos).

Me obligué a mirarlo directamente a los ojos.

-Señor, desde que me uní a esta compañía, he dedicado casi todos mis momentos de vigilia al progreso de mi carrera, avanzando de un desafío al siguiente como si todo fuese un juego, un juego que yo estaba seguro de ganar. Sólo hasta hace poco tiempo empecé a comprender que, en mi juego, en la forma en que yo lo jugaba, los perdedores han sido las tres personas que más me aman y me necesitan, mi esposa y. mis hijos. precio que han tenido que pagar a lo largo de los años ha sido demasiado elevado.

El señor Hadley frunció el entrecejo y deslizó el dedo a lo largo de una hoja de papel color de rosa que encontraba encima del montón de papeles.

Pero me parece, Mark, que has logrado recomenzar muy bien todos sus sacrificios, cubriendo sus necesidades de una manera que sería la envidia del noventa y nueve por ciento de la población de este país.

Sacudí la cabeza.

- Mucho me temo que no me ha comprendido, señor Hadley. Mi decisión tiene muy poco que ver con el dinero, pero mucho que ver con mi tiempo. Cuando mi hijo mayor jugó su primer partido con la Pequeña Liga de béisbol, ¿en dónde me encontraba yo? Allá en Portland, al frente de una convención de ventas. Cuando mi hijo menor me desafía a jugar un partido de ping-pong o quiere jugar un poco al fútbol, ¿Qué es lo que por lo común le respondo? Que estoy demasiado ocupado o demasiado fatigado, pero que sin lugar a dudas lo haremos al día siguiente. Pues bien, acabo de despertar a la realidad de que no cuento con ningún mañana garantizado. Ninguno de nosotros lo tiene. Cuando mi esposa sufrió aquel terrible accidente automovilístico, transcurrieron varias horas tratando de localizarme, porque me encontraba en la campiña de New Hampshire, entrenando en su zona a un nuevo gerente. ¿Sabe usted que podría contar con los dedos de una sola mano las veces que he cenado en compañía de mi familia durante los últimos doce meses, con excepción de la semana pasada? ¡Esas tres personas tan maravillosas no tienen un padre ni un esposo! Todo lo que tienen es una máquina de hacer dinero que de cuando en cuando se aparece por allí, se muda de ropa y vuelve a salir. Merecen mucho más que eso, y yo también. Mientras todavía pueda hacerlo, estoy decidido a disfrutar del aroma de esas cosas de las que todos hablan.

Morris Rosen, el consejero general, no había dejado de emborronar con furia su cuaderno de notas. Alzo la pluma y comentó:

Pero, ¿parte de tu problema no se debe a propias prioridades en lo que concierne a tu tiempo libre? ¿No es cierto que también impartes una cátedra en una universidad de allá? Todo ese tiempo que pasas lejos de tu familia no tiene nada que ver con Treasu Insurance.

--Tienes razón, Morris; y también juego mucho al golf los sábados y los domingos. Ya he tachado eso de mi lista, así como mis clases en la universidad. Pienso detenerme en esta absurda competencia inexorable en la cual me las he arreglado para involucrarme, disfrutar de las bendiciones que ya tengo y dejar que el resto de ustedes siga corriendo en su maratón sin escalas en dirección al arco iris. Tiene que haber una mejor forma de vida y pienso abandonarlo todo y dedicarme a buscarla y ver si puedo encontrarla.

El señor Hadley suspiro.

-Unas palabras muy elocuentes, Mark, pero no te olvides que incluso Thoreau, finalmente, se vio obligado a abandonar sus bosques. ¿Acaso tu manera de pensar no caducó con la década de los sesenta? Me parece que, en nuestros días, la gente trata de tomar parte en la carrera, no de abandonarla. Supongo que en el aspecto financiero eres suficientemente independiente, de tal manera que el riesgo que corres al hacer un cambio tan drástico en tu vida es mínimo.

- No, señor, lejos de ello. Louise y yo nunca nos hemos preocupado gran cosa por el mañana, de manera que siempre hemos vivido justo dentro de los límites de mis ingresos. Me imagino que disponemos de unos treinta mil dólares en valores y cuentas de ahorro, y eso es todo.

El señor Hadley sonrió por vez primera.

¿No es ésta una situación financiera un tanto lo común para alguien que ha hecho una carrera maravillosa tratando de convencer a los demás e deben guardar una parte de sus ingresos, por medio de seguros de vida y anualidades, para los días lluviosos?

Le devolví la sonrisa.

-Quizá, pero siempre pensé que podía hacerles frena los días de lluvia, cuando se presentaran, mejor que la mayoría. Ni siquiera poseo una sombrilla. Su sonrisa se desvaneció.

Pero por supuesto, cobrarás una considerable cantidad de dinero de tu pensión y de los planes de participación de utilidades.

-Mucho me temo que no; el año pasado solicité un préstamo a cuenta de ambos, la mayor suma que me fue posible obtener. Mi padre sufrió dos fuertes ataques cardiacos y estuvo hospitalizado casi durante cinco meses. Eso, además de los dos especialistas y las incontables enfermeras privadas que necesitó, acabaron con las reservas tanto de mi pensión como de la participación de utilidades.

- ¿Y cómo se encuentra tu padre? - Falleció, señor. Lo perdimos el pasado diciembre.

-Lo siento... y te suplico que me perdones por todas estas preguntas tan personales. La única razón por la cual te las hago es porque en verdad me intereso por ti. ¿Qué me dices de tu casa? ¿Tienes mucho invertido en ella?

- No, señor. Durante el desarrollo de Treasury en la región de Nueva Inglaterra, estado por estado, nos hemos visto obligados a mudarnos en siete ocasiones. La casa que habitamos en la actualidad, en Brookline, es la primera que jamás hemos poseído y apenas desde hace dos años. Cuando la adquirimos sólo dimos como pago de entrada lo mínimo, y si la vendemos tendremos suerte si salimos a mano, considerando ha sucedido al mercado de bienes raíces.

El señor Hadley se echó hacia adelante una mirada ceñuda a un expediente abierto su escritorio.

-¿Y qué es lo que piensa Louise, de esta decisión tuya?

-Con toda franqueza, señor, no cree que siga adelante con ella. Cuando me despedí de mi esposa en el aeropuerto estaba segura de que después de reunirme con usted cambiaría de opinión, pero ella espera que no lo haga. Durante largo tiempo ha sido de partidaria y ha estado a mi lado a todo lo largo del camino, aunque sí mencionó una vieja frase para recordarme que aun cuando se casó conmigo para bien o para mal, no está muy segura de que eso incluya desayuno, comida y cena.

-Tienes dos hijos, ¿no es verdad, Mark? -Dos chicos maravillosos.

-Y me imagino que piensas enviarlos a una universidad cuando llegue el momento.

Sabía que quien trataba de convencerme era todo un experto; además, apreciaba mucho a ese hombre y no tenía razón de ser enfrentarme a él con evasivas, de manera que simplemente asentí.

El señor Hadley se frotó la frente durante varios minutos.

-Quizá hay algo que no he comprendido muy bien, hijo; apenas tienes treinta y seis años. Te quedan por delante cuando menos otros tantos años más y la mayor parte de ellos pueden ser muy productivos. También se que eres un hombre inteligente y brillante y eso es precisamente lo que me confunde. He aquí que dispones de una suma neta total que apenas cubrirá los gastos de tu durante un par de años a lo sumo, si todos vosotros reducís vuestro estilo de vida. Treasury Insuce ha sido tu vida y tu carrera, la cual te ha dado buenos dividendos, durante muchos años. ¿Cómo se sostener a tu familia? ¿Qué es exactamente lo e piensas hacer con el resto de tu vida?  

Dudé en darle mi respuesta, seguro de que si le hablaba de mi plan probablemente me responderían las incontrolables risas de los tres. El señor Hadley malinterpreto mi silencio y con toda seguridad se figuró que ése era el momento ideal para lanzar su ataque decisivo. Poniéndose de pie, dio la vuelta al escritorio y acercándose a mí colocó la mano sobre mi hombro.

-Mark, como bien sabes, Sam Larson ha estado enfermo desde hace algún tiempo. Ahora ha solicitado su retiro antes de lo previsto y hemos convenido en ello. Te ofrezco su puesto como vicepresidente de ventas al frente de toda la compañía, con más del doble de tus ingresos actuales, incluyendo bonificaciones, y puedes empezar de inmediato. Por supuesto, tendrás que mudarte con tu encantadora familia aquí a Chicago y prepararte a soportarme todos los días, pero creo que ambos lograremos sobrevivir a eso. Te suplico que me comprendas; no se trata de una repentina decisión de nuestra parte. Desde hace algún tiempo estamos conscientes de la condición de Sam y de la posibilidad de que tú lo reemplaces. Ya se ha discutido en dos juntas del comité. Todo lo que ha logrado tu carta de renuncia es obligarnos a dar este paso con mayor rapidez de lo que habíamos planeado. ¿Qué me respondes?

¿Qué podía decir? Estaba aturdido. Desde el día en que cerré mi primera venta de seguros como vendedor novato, ésa había sido mi meta: vencer esas probabilidades aparentemente imposibles y llegar a la cima. Poder, más dinero del que jamás podría gastar, además de una trayectoria interna que algún día me lleve la cabeza de la compañía de seguros más pro con mayores utilidades de todo el mundo. Morris Wilbur sonreían, asintiendo al unísono, inclinado adelante en espera de mi respuesta.

-Ahora bien, Mark -prosiguió el señor Hadle dándome una palmada en la espalda—. No tienes a darme tu decisión hoy mismo. Estoy seguro de que desearás discutir todo esto con Louise y considerar...

Hizo una pausa al ver que yo movía la cabeza en un ademán negativo.

-No tengo que discutirlo con Louise, señor. En el aeropuerto me comentó que ella estaría '. acuerdo con cualquier cosa que yo decidiera, incluso si cambiaba de opinión; pero no he cambiado de manera de pensar. señor Hadley. Le doy las gracias por su maravilloso ofrecimiento y me siento muy honrado por ello, pero debo declinarlo.

Con un movimiento apresurado, el anciano caballero retiró la mano de mi hombro y volvió a su asiento. Morris y Wilbur permanecieron sentados contemplando las puntas de sus zapatos. El señor Hadley empezó a dar golpecitos con la pluma contra un gran cenicero de mármol, dejando que sus ojos se posaran en una fotografía en color sepia, con marco de plata, colocada en la esquina de su escritorio... una vieja y desvaída fotografía de él mismo en compañía de la finada señora Hadley y de sus cuatro hijos.

Por último, pronunció con suavidad:

-Bien, no puedo concederte una calificación muy alta por tu práctico sentido común; no obstante, sí admiro tu valor. Pero dime, porque antes no respondiste a mi pregunta, ¿qué harás de ti mismo y de todo ese tiempo libre? ¿Cómo planeas sostener a quienes dependen de ti? ¿Cómo vas a llenar el resto de tu vida?

Ninguno de los tres rio cuando les hablé de ello; vez de eso, todos daban la impresión de que acababan escucharme decir que a la mañana siguiente pensaba lanzarme desde lo alto del edificio John Hancock.

Mi declaración de independencia fue muy breve. Con el mayor alarde de que pude hacer acopio, declaré:

- ¡Pienso convertirme en escritor!

domingo, 15 de mayo de 2022

Libro LA ELECCION, Autor OG MANDINO

 

La Elección
OG MANDINO



Capitulo

1

El único calendario que necesito se encuentra justo fuera de mi ventana. Las hojas de arce, en esos árboles de mi colina, ahora se han vuelto descoloridas y quebradizas, consumidas sus lujuriantes tonalidades rojo y oro por las brutales heladas de la semana pasada.

¨Desempeña bien tu trabajo y después prepárate a partir cuando Dios decida llamarte¨, escribió Tyron Edwards, un gran hombre sabio del siglo XIX. Tanto sus palabras como la analogía de las hojas al completar su ciclo de vida pesan tristemente en mi mente mientras me encuentro sentado a solas, aquí en mi estudio, orando para que me llegue la fortaleza de enfrentarme a mi terrible secreto.

Dentro de noventa días espero estar muerto.

Escribo este relato tan velozmente como puedo porque, en verdad, no tengo la menor idea de cuánto tiempo, de cuánta vida me queda. ¿Llegaré al Día acción de Gracias? Quizá. ¿A Navidad? Lo dudo mucho.

Pero con toda certeza, la inevitable nieve que muy pronto cubrirá todas las hojas caídas también cobijará mi tumba antes de que hayan transcurrido muchos días del nuevo año.

¿Acaso alguna enfermedad maligna me ha causado grandes estragos? No. Hace apenas cuatro meses, después de mi examen médico anual, el doctor Scagno, me aseguró que todos los sistemas funcionaban yo he heredado uno de los organismos de cuarenta y dos años más sanos que había examinado en largo tiempo. ¿Planeo quitarme la vida? Dios no lo quiera.

Si alguna vez ha existido un hombre que tenga todas las razones para vivir, ese hombre soy yo.

Entonces, ¿por qué este terrible sentimiento de mi inminente muerte, esta incertidumbre de que he llegada al límite de mi vida (qué palabra tan adecuada), que ha desencadenado este precipitado relato que escribo a máquina? Después de todo, ¿Quién de entre nosotros tiene la menor garantía de que llegará a ver incluso la salida del sol el día de mañana? Tal vez para el momento en que termine de leer estas palabras lo comprenderá.

Y con optimismo, llegado el momento en que termine estas breves memorias, si es que logro terminarlas, yo también tendré una perspectiva mucho mejor de todo lo que me ha sucedido desde aquella memorable mañana, hace ya más de seis años, en que de pronto cambié la dirección de mi vida. La decisión fue mía y sólo mía, tiene que comprenderlo, e incluso ahora que mis días están contados, volvería a hacerlo todo de nuevo si la vida nos permitiera una nueva proyección.

Cada día todos hacemos cientos de elecciones, casi todas tan insignificantes y habituales que prácticamente son automáticas, como el respirar. Lo que tomamos a la hora del desayuno, la ropa que usamos, el camino que seguimos para ir al trabajo, las cuentas que pagamos o que hacemos a un lado, los programas de televisión que vemos, las funciones que desempeñamos en nuestro trabajo, la forma de saludar a amigos y enemigos, nada de eso permanece en nuestra memoria después de transcurrida una hora.

Pero hay otras elecciones que debemos hacer de vez en cuando, decisiones acerca de las cuales más podemos reflexionar desde cualquier edad, y recordarlas con amarga tristeza o triunfante alegría, dependiendo de la forma en que afectaron a los años siguientes. Esos trascendentales puntos cruciales de la vida muy rara vez se planean o se esperan. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando la inmensa mayoría de los seres humanos anda errante a todo lo largo de la senda de los años sin un punto de destino o una meta, sin contar ni siquiera con un mapa de caminos?

Porque hay tantos que ni siquiera saben en dónde se encuentran o hacia dónde van. Siempre están luchando para apenas sobrevivir, siempre al filo de la navaja del desastre, eternamente a la defensiva. Cuando uno se ve obligado a vivir de esta manera, las propias opciones son muy limitadas.

¡Pero eso no me sucedía a mí! No a Mark Christopher, el vicepresidente más joven de Treasury Insurance Company, responsable de ochenta y cuatro sucursales dispersas por toda Nueva Inglaterra y de la producción de ventas de más de setecientos vendedores de ambos sexos y de sus gerentes de ventas. No a Mark Christopher, quien también era catedrático auxiliar en la Northeastern University, en donde daba clases una noche a la semana, siempre que no viajaba, en la catedra del Arte de Vender.

Ciertamente, mi futuro era ilimitado. Si mi zona continuaba a la cabeza de la compañía en cuanto al volumen de ventas, como sucedió durante cuatro años consecutivos, era inevitable una promoción a la sede de la compañía, establecida en la ciudad de Chicago. Todavía recuerdo la entusiasta carta de alabanza que resibi de J. milton Hadley, fundador y todavía presidente de Treasury Insurance, después de que leyó el halagador artículo con un perfil de mi persona que apareció en The Boston Globe. En ese prolijo y adornado artículo donde el autor me bautizó con un sobrenombre con el que he vivido desde entonces... el Señor Éxito.

Siempre que pronunciaba un discurso en cualquiera de nuestras convenciones de ventas, acostumbraba citar algunos fragmentos de libros escritos por los más famosos escritores sobre el tema de autoayuda y por los exponentes del éxito. Y para Navidad, así como con motivo de los cumpleaños, todas y cada una de las personas de todas las sucursales que se encontraban bajo mi supervisión podían contar con que recibirían de mí un libro de inspiración o sobre el tema del éxito, que yo estaba seguro les ayudaría en su carrera... libros escritos por personas como Napoleon Hill, Franklin Bettger, Dorothea Brande, Maxwell Maltz, W. Clement Stone y Norman Vincent Peale. Señor Éxito, pensaba yo, era un sobrenombre apropiado para alguien que sabía exactamente cuáles eran sus metas y en donde encontrar las respuestas a cómo alcanzarlas.

No obstante, una mañana que jamás olvidaré, inicié una nueva vida. Fue un domingo, poco antes de que rayara el alba, igual a los otros cientos durante hacía muchos años. Desperté al primer sonido de la ruidosa alarma de mi reloj despertador y me apresuré a oprimir el botón antes de que despertara a Louise: silenciosamente me deslicé del lecho y caminé hasta la ventana.

La tormenta prometida por el noticiero de la noche anterior no se había materializado; las estrellas seguían brillando y una delgada luna menguante apenas empezaba a ocultarse fatigada detrás de los árboles. Sería un perfecto día de verano, Nueva Inglaterra en sus mejores momentos.

Me metí bajo la ducha, me afeité y me vestí con mi traje favorito para jugar al golf, la camisa Arnold Palmer con pantalón café claro que hacía juego y que costara noventa dólares en la tienda de profesionales, y que y de puntillas descendí las escaleras para dirigirme a la cocina.

Mientras se calentaba el agua para prepararme mi cafe instantáneo, me dirigí al garaje, oprimí el botón del abridor de puertas automático y, deslizándome con cuidado entre las bicicletas y dos automóviles, arrastré mis palos de golf hasta la entrada para coches. Por lo común, los guardaba en mi casillero en el club campestre, pero apenas el jueves había regresado de una asamblea de vendedores de seguros de vida que se celebró en las Bermudas, en donde me las arreglé para jugar un poco al golf en el campo vecino a nuestro hotel, el Southampton Princess. Ahora, cuando los amigos llegaran, yo ya estaría dispuesto; en el club, el momento de darle el primer golpe a la pelota era a las siete en punto, como lo había sido cada domingo durante años.

Bebé apresurado mi zumo de naranja con mis dos grajeas de vitaminas y me senté a tomar el café y una pasta. Disponía por lo menos de veinte minutos antes de escuchar la bocina de la camioneta que transportaba al resto del grupo de cuatro.

Mientras bebía a sorbos mi café, me quedé contemplando a una bandada de petirrojos que revoloteaban despreocupados alrededor del gran arce en uno de los rincones de nuestro patio. Ocasionalmente, ante alguna misteriosa señal, todos interrumpían su vuelo y se instalaban en la rama más baja del árbol, cada avecilla equidistante de la siguiente, respetando el territorio de su vecina, algo que nosotros los seres humanos nos hemos olvidado de hacer. Sin embargo, posadas en el albor o volando, sus ásperos gorjeos se combinaban.

Luego escuché algo más... el ruido de unos calzos en el pasillo de la planta alta. El reloj de la cocina señalaba las 6.15; ¿Quién estaba levantado pronto escuché el ruido de un segundo par de pies posible que ambos chicos hubiesen ido al baño al mismo tiempo? Sí, era posible.

Mi mente volvió al partido de golf que me espera. La semana anterior mi juego resultó terrible, pero el día de hoy sería diferente; estaba seguro de ello. Había corregido ese cambiante efecto negativo cuando practiqué en las Bermudas y ahora estaba preparado. Dejé que mi cuerpo se relajara y empecé a practicar el arte de visualizar aprendido de tantos maestros del éxito a través de la lectura de sus libros. La técnica es sencilla. Uno sólo se imagina que ya ha logrado algo o alcanzado una meta, cualquiera que ésta sea. Se aferra uno a ese pensamiento, lo visualiza como que ya es algo propio y entonces empiezan a suceder cosas sorprendentes. Ese simple proceso, a lo largo de los años, ha puesto a mi alcance objetivos más importantes que la corrección de un golpe de golf.

Todavía trabajaba mentalmente sobre mis tiros largos, con la espalda vuelta hacia el vestíbulo en donde desemboca la escalera que conduce a la planta alta, así que no los vi cuando se me acercaron por la espalda, pero sí escuché las voces de mis dos hijos, quienes a unísono exclamaron, ¡Papá, feliz día del padre: ¡Después sentí que me abrazaban como sólo pueden tratarnos dos pequeños de doce y seis años de edad y ambos me dieron un beso en la mejilla!

Todd, el más pequeño de mis hijos, sostenía de mano un sobre blanco en el cual había escrito, Para Papa, entregándomelo con todo el orgullo que por lo común reserva para una calificación de Sobresaliente en la escuela. Abrí el sobre y con sumo cuidado saqué la tarjeta, que decía: Para el mejor padre del mundo. Estaba firmada con los mismos amplios garabatos indisciplinados: Con amor, Todd.

Después mi hijo de doce años, obviamente sintiéndose demasiado crecido para tales arrebatos sentimentales, me entregó su sobre. Su tarjeta era exactamente igual a la de Todd: Para el mejor padre del mundo. Todd, antes de que su hermano mayor pudiera callarlo, declaró: Papá ¡las compramos con nuestro propio dinero!

Les di un abrazo y un beso a ambos, declarando que les agradecía que hubiesen recordado qué día era. Después de unos cuantos minutos de charla intrascendental, Todd bostezó y entonces les sugerí que podían volver a la cama, puesto que aún era muy temprano, pero ni siquiera quisieron considerarlo; habían planeado verme antes de mi salida al campo de golf y ahora que ya estaban levantados no pensaban volver a la cama. Poco después se encontraban instalados frente a la mesa, riendo y devorando abundantes porciones del último cereal enriquecido con vitaminas y obscenamente coloreado.

Mientras les miraba a ambos y escuchaba su conversación, me sentí invadido por una extraña sensación. Quizá no haya sido otra cosa que una ilusión creada por la temprana neblina matutina que se filtraba a través de la puerta de mampara, pero me pareció que Glenn, mi hijo de doce años, parecía crecer delante de mis propios ojos; o tal vez simplemente era la primera vez que lo miraba con detenimiento desde hacía no sé cuánto tiempo. Era bien parecido y, afortunadamente para él, cada vez se parecía más a su madre. Santo Dios, cómo había crecido; incluso había la sombra de un ligero vello sobre su labio superior; sus manos me cían inmensas y su voz empezaba a cambiar. Entre mis largas horas pasadas en la oficina y en la universidad además de mis fines de semana en el campo de polo no me había dado cuenta de su gradual transición del bebé, al que acostumbraba bañar todas las noches a jovencito que ahora se encontraba sentado frente a mí. De pronto me asaltó el horrible pensamiento de que en cinco años más se iría a la universidad y en más o m nos diez se habría alejado de mi vida

Volví mi atención a Todd, quien luchaba tratando de leer en voz alta lo que decía la gran caja de cereal. Ya cursaba el primer año de primaria. ¿No parecía que apenas ayer yo recorría de un lado a otro el pasillo afuera de la sala de partos hasta que escuché su primer grito? ¿A dónde se fueron esos seis años? Alzó la mirada del tazón de cereal y todo lo que pude ver fueron esos gran. des ojos castaños, herencia directa de su madre. Por vez primera observé lo rojizo que se había vuelto su cabello... casi del tono del cabello de su abuela, a quien nunca vio y jamás vería. Cómo habría amado y mimado mi madre a esos dos pequeños.

Todd me devolvió la mirada, frunciendo el entrecejo.

- ¿Qué sucede, papá, no te agradaron las tarjetas?

Le aseguré que eran magníficas, lo mejor que jamás había visto en el día del padre. Entonces escuché la bocina del automóvil; los amigos habían llegado. Me puse de pie y después de darles otro abrazo a ambos, me dirigí al garaje. Los chicos me siguieron y cuando llegué a la entrada para coches, Todd dijo: ¡Que juegues bien!, y Glenn grito: ¡Espero que ganes!

Les dirigí un ademán con la mano y caminé hacia el vehículo, que esperaba. Bob saltó del lado del conductor para abrir la puerta posterior de la camioneta a que yo depositara en el interior mis palos de Te dije buenos días y otras cuantas palabras. frunció el entrecejo, sacudió molesto la cabeza vio a subirse a la camioneta, cerrando de golpe la puerta. Echó a andar el motor y salió a toda prisa.

Me quedé allí parado, con mi camisa Arnold Palmer y el pantalón haciendo juego, comprendiendo apenas lo que acababa de hacer. Mirándome desde el garaje y tan sorprendidos como yo mismo, estaban mis dos

hijos vestidos con sus pijamas.
siempre?

Finalmente, Todd llegó corriendo por la vereda de la entrada para automóviles y de un salto se echó en mis brazos. Hundí mi rostro en su pecho hasta que me echó la cabeza hacia atrás y me preguntó.

-Papá, ¿por qué estas llorando? ¿Qué podía decirle?

¿Cómo podía explicarle que mis lágrimas se debían a todas esas horas, días y años pasados en los proyectos y juntas de ventas y en los campos de golf, los cuales todavía seguirían allí mucho tiempo después de que mis dos pequeños hijos se convirtieran en hombres adultos y me abandonaran para

 




La Elección, Og Mandino. Capitulo #3

  Og Mandino La Elección Capitulo #03   Después de esa dolorosa despedida en la biblioteca del señor Hadley, Louise y yo le dimos ot...